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Estaba extra�amente adormecido, pero palpitaba; con el contacto comenzó a sangrar. Y el contacto, en este
caso, fue el rostro de un semejante. Este rostro, una tarde gris, cuando las hojas se agolpan en los callejones,
miró el de Marcher, en el cementerio, con una expresión como el filo de una espada. Es decir, lo sintió tan
profundo dentro de �l que se encogió ante la firme estocada. La persona que le asaltaba tan silenciosa era una
figura que hab�a visto al llegar a su propio destino, absorto junto a una tumba a poca distancia de �l, una tumba
reciente en apariencia, de modo que la emoción del visitante era seguramente tan nueva como aqu�lla en su
sinceridad. Esto sólo le imped�a a Marcher observarle con m�s detenimiento, aunque durante el tiempo que
permaneció all� no dejó de ser vagamente consciente de su vecino, un hombre de mediana edad aparentemente,
de luto, cuya espalda agobiada estaba constantemente presente entre los grupos de monumentos y l�pidas
mortuorias. La teor�a de Marcher de que hab�a elementos a cuyo contacto �l reviv�a, hab�a experimentado en
esta ocasión, puede asegurarse, una confirmación apreciable aunque inescrutable. El d�a de oto�o le resultaba
espantoso como ninguno se lo hab�a parecido �ltimamente y se apoyaba, con una pesadez desconocida para �l
hasta entonces, en la baja l�pida de piedra que llevaba inscrito el nombre de May Bartram. Se apoyaba sin
fuerzas para moverse, como si alg�n resorte en �l, fruto de alg�n encantamiento, se hubiera roto de repente para
siempre. Si en aquel momento hubiera podido hacer lo que quer�a, simplemente se habr�a estirado sobre la
piedra dispuesta a acogerle, consider�ndolo un lugar preparado para recibir su �ltimo sue�o. �Con qu� fin en
este mundo ten�a que mantenerse ahora despierto? Miraba fijamente ante s� pregunt�ndose esto y fue entonces,
puesto que uno de los paseos del cementerio discurr�a junto a �l, cuando recibió el impacto de aquel rostro.
Su vecino junto a la otra tumba se hab�a retirado, como lo hubiera hecho �l mismo para entonces de haber
tenido fuerzas para moverse, y avanzaba ahora, por el sendero, de camino hacia una de las verjas. Se iba
acercando y como caminaba lentamente, y m�s a�n porque hab�a una especie de hambre en su mirada, los dos
hombres se encontraron frente a frente durante unos momentos. Marcher lo reconoció en el acto como un ser
profundamente afligido; una percepción tan penetrante que nada m�s exist�a en aquella imagen; ni su
vestimenta, ni su edad, ni su presumible car�cter o clase social; nada exist�a salvo la profunda devastación que
mostraba en sus facciones. La mostraba, eso era lo importante; y, al pasar ante Marcher, se vio sacudido por un
impulso que era o bien una se�al de simpat�a o, m�s posiblemente, un desaf�o frente a otro dolor. Podr�a
haberse dado cuenta de la presencia de nuestro amigo; podr�a ser que, en cierto momento anterior, hubiera visto
en �l la serena costumbre de aquella escena con la que el estado de sus propias sensaciones tan escasamente
armonizaba, y podr�a por eso haberse sentido provocado por una especie de evidente discrepancia. En cualquier
caso, Marcher era consciente de que, en primer lugar, la imagen de malherida pasión presentada ante �l era
tambi�n consciente de que algo profanaba el aire; y, en segundo lugar, de que, agitado, asustado, sobresaltado,
�l estaba un momento despu�s siguiendo aquella imagen con los ojos, mientras se iba, con envidia. Lo m�s
extraordinario que le hab�a ocurrido -aunque le hab�a dado ese nombre tambi�n a otros asuntos- sucedió, tras
aquella inmediata y vaga mirada, como consecuencia de esta impresión. El extra�o pasó, pero el fulgor en carne
viva de su dolor permaneció, forzando a nuestro hombre a preguntarse compadecido qu� agravio, qu� herida
expresaba, qu� lesión incurable. �Qu� hab�a tenido aquel hombre para que su p�rdida le hiciera sangrar as� y no
obstante seguir viviendo?
Algo -y esto le alcanzó con una punzada de dolor- que �l, John Marcher, no hab�a tenido; y la prueba de ello
era precisamente el �rido final de Marcher. Ninguna pasión le hab�a tocado jam�s, pues aquello era lo que la
pasión significaba; hab�a sobrevivido y divagado y languidecido, pero �dónde estaba su profunda devastación?
Lo m�s extraordinario de lo que estamos hablando fue la repentina embestida de la respuesta a esta pregunta.
La escena que sus ojos acababan de contemplar se�alaba, como con letras de fuego, algo que �l,
insensatamente, hab�a pasado completamente por alto; y lo que hab�a pasado por alto convirtió aquellas cosas
en un reguero de pólvora e hizo que se grabaran en �l como una angustia de latidos interiores. Hab�a visto fuera
de su propia vida, no aprendido desde dentro, el modo en que se llora a una mujer cuando se la ha amado por s�
misma; tal era la fuerza de su convicción sobre el significado del rostro del extra�o, que a�n llameaba para �l
como una antorcha humeante. El conocimiento no le hab�a llegado de mano de la experiencia; le hab�a rozado,
empujado, tumbado, con la desconsideración de la casualidad, con la insolencia de un accidente. Sin embargo,
ahora que la iluminación hab�a comenzado, resplandec�a en su apogeo y lo que en este momento estaba all� [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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