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herido . En las correspondientes estanterías había
numerosos expedientes de los casos apilados junto a
los sumarios civiles de procesamientos por muerte
dolosa entablados contra Lecter por las familias de
las víctimas.
Los libros de medicina procedentes de la consulta
del doctor Lecter seguían un orden idéntico al que
habían guardado en su antiguo despacho de
psiquiatra. Starling los había organizado examinando
con lupa las fotografías policiales de la consulta.
Casi toda la luz del penumbroso cuarto procedía de
una radiografía de la cabeza y el cuello del doctor
colocada en un soporte luminoso instalado en la
pared. El resto, de la pantalla de un ordenador
situado sobre una mesa auxiliar en una esquina. El
salvapantallas era Criaturas peligrosas .
De vez en cuando, el altavoz soltaba un gruñido.
Amontonados junto a la pantalla estaban los
resultados de las pesquisas de Starling. Las notas,
recetas, facturas clasificadas por temas,
penosamente reunidas y reveladoras del modo de vida
de Lecter en Italia, y en Estados Unidos antes de
que lo confinaran en el hospital psiquiátrico.
Era un catálogo provisional de sus gustos.
Usando un escáner plano como soporte, Starling había
dispuesto un servicio de mesa individual con lo que
había sobrevivido de su hogar de Baltimore:
porcelana, plata, cristal, mantelería de un blanco
radiante y un candelabro; un metro cuadrado de
elegancia que contrastaba con el grotesco decorado
del despacho.
Krendler cogió el ancho vaso de vino e hizo sonar el
cristal golpeándolo con la uña de un dedo.
El ayudante del inspector no había tocado nunca a un
criminal, ni había rodado por el suelo con ninguno,
y se imaginaba al doctor Lecter como a una especie
de demonio inventado por los medios de comunicación,
y como una oportunidad de medrar. Se imaginaba su
propia fotografía formando parte de un despliegue
como aquél en el museo del FBI una vez muerto
Lecter. Se imaginaba las sumas astronómicas de su
campaña. Krendler tenía la cara pegada a la
radiografía del espacioso cráneo del doctor, y
cuando Starling abrió la boca, dio un respingo y
manchó la placa con la grasa de la nariz.
¿Puedo ayudarlo, señor Krendler? ¿Qué hace sentada
ahí, a oscuras? Estaba pensando, señor Krendler.
Los del Capitolio quieren saber qué estamos
haciendo respecto a Lecter.
Eso es lo que estamos haciendo.
Hágame un resumen, Starling.
Póngame al día.
¿No prefiere que el señor Crawford...? Y ése,
¿dónde anda? El señor Crawford está en los
juzgados.
Tengo la impresión de que anda un poco perdido, ¿no
le parece? No, señor, a mí no me lo parece.
¿Qué está haciendo? Los de la universidad nos
llamaron hechos una furia cuando usted se llevó todo
esto de su biblioteca. Este asunto podía haberse
manejado con más delicadeza.
Hemos reunido todo lo que hemos podido encontrar
sobre Lecter en este despacho, tanto objetos como
documentación. Sus armas están en Armas de Fuego y
Herramientas, pero tenemos duplicados. Y tenemos lo
que queda de sus papeles personales.
Y todo esto, ¿a santo de qué? ¿Usted qué quiere,
capturar a un criminal o escribir una tesis
doctoral? -Krendler hizo una pausa para almacenar
aquella estupenda rima en su polvorín mental-.
Imagínese que un peso pesado de los republicanos de
la Comisión de Seguimiento Judicial meipregunta lo
que usted, agente especial Starling, está haciendo
para capturar a Hannibal Lecter. A ver, ¿qué le
digo? Starling dio todas las luces. Comprobó que
Krendler seguía gastándose el dinero en trajes caros
y ahorrándose en camisas y corbatas. Los huesos de
sus velludas muñecas le asomaban por las mangas.
Starling de quedó un momento mirando la pared,
atravesándola con la mirada y tratando de no perder
los estribos. Se obligó a ver a Krendler como a un
alumno de la Academia de Policía.
Sabemos que el doctor Lecter tiene un identidad
sólida -empezó diciendo-. Lo más probable es que
tenga otra igual de buena, tal vez más.
Respecto a eso siempre ha sido muy escrupuloso. No
cometerá un error tonto.
Al grano.
Es un hombre de gustos refinados, algunos bastante
exóticos, en comida, vino, música... Si vuelve,
querrá esas cosas. Tendrá que apañárselas para
conseguirlas. No estará dispuesto a privarse de
ellas.
El señor Crawford y yo hemos examinado las facturas
y papeles que se han podido recuperar de su vida en
Baltimore, antes de que lo detuvieran, y todas las
que la policía italiana ha podido proporcionarnos,
así como las denuncias sus acreedores presentadas
tras su detención. Hemos elaborado una lista de
algunas de las cosas que le gustan. Aquí la tiene.
El mismo mes en el que el doctor Lecter sirvió las
lechecillas del flautista Benjamin Raspail a los
miembros del patronato de la Orquesta Filarmónica de
Baltimore, compró dos cajas de burdeos Château
Pètrus a tres mil trescientos dólares la caja.
Además, compró cinco cajas de Bâtard-Montrachet a
mil cien dólares la caja, y distintos vinos más
baratos.
Después de su huida, pidió el mismo vino al
servicio de habitaciones del hotel de Saint Louis, y
volvió a comprarlo en Vera dal 1926, en Florencia.
Es un producto nada corriente. Estamos investigando
las ventas de cajas de los mayoristas e
importadores.
Encargó foie gras de categoría A a doscientos
dólares el Kilo al Iron Gate de Nueva York, y a
través del Oyster Bar de la estación Grand Central
consiguió ostras verdes de la Gironda, Francia. La
comida para el patronato de la Filarmónica empezó
con esas ostras, a las que siguieron lechecillas, un
sorbete y luego, como puede leer en este artículo de
Town _& Country -leyó en voz alta rápidamente-,
un notable ragú oscuro y brillante, cuyos
ingredientes no nos fue posible descubrir, con
acompañamiento de arroz de azafrán.
Su sabor era deliciosamente inefable, con exquisitos
tonos bajos que sólo la exhaustiva y cuidadosa
reducción au fond puede proporcionar . Nunca se ha
podido identificar a la víctima que aportó la
materia prima del ragú.
Bla, bla, bla... y sigue describiendo el elegante
servicio de mesa y demás zarandajas con todo
detalle. Estamos comprobando las compras con tarjeta
de crédito en los proveedores de porcelana y
cristalería.
Krendler resopló por la nariz.
Mire, en este pleito civil le reclaman el pago de
un candelabro Steuben, y el concesionario de coches
Galeazzo de Baltimore lo demandó para que devolviera
un Bentley. Estamos controlando las ventas de
Bentleys, tanto nuevos como de segunda mano. No
puede decirse que sean muchas. Y las ventas de
Jaguars con compresor de sobrecarga. Hemos enviado
faxes a los proveedores de restaurantes
especializados en caza para que nos informen de sus
ventas de jabalíes, y emitiremos un boletín la
semana previa a la llegada de Escocia de perdices
patirrojas -tecleó en el ordenador y consultó una
lista, después se separó de la pantalla al sentir el
aliento de Krendler en el cuello-.
He solicitado fondos para comprar la cooperación de
algunos revendedores de estrenos, los buitres
culturales, en Nueva York y San Francisco; hay un
par de orquestas y unos cuantos cuartetos de cuerda
por los que siente especial predilección, le gustan
las filas seis o siete y siempre compra asientos de
pasillo. He distribuido las mejores fotografías de
que disponemos en el Lincoln Center y en el Kennedy
Center, y en la mayoría de las salas de conciertos.
Tal vez con su intervención, señor Krendler, el
Departamento de Justicia podría aportar dinero -al
ver que no se daba por aludido, prosiguió-: Estamos
comprobando las suscripciones recientes a
publicaciones culturales que Lecter recibía hasta
ahora, de antropología, lingüística, matemáticas,
música, la Physical Review ...
¿Y qué me dice de putas sadomasoquistas? ¿No
contrata chaperos? Starling era consciente del
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